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viernes, 9 de noviembre de 2012


Ideario (Francisco M. Ortega Palomares)


Me da vértigo el punto muerto
y la marcha atrás,
vivir en los atascos,
los frenos automáticos y el olor a gasoil.
 Me angustia el cruce de miradas
la doble dirección de las palabras
y el obsceno guiñar de los semáforos.
 Me da pena la vida, los cambios de sentido,
las señales de stop y los pasos perdidos.
 Me agobian las medianas,
las frases que están hechas,
los que nunca saludan y los malos profetas.
 Me fatigan los dioses bajados del Olimpo
a conquistar la Tierra
y los necios de espíritu.
 Me entristecen quienes me venden clines
en los pasos de cebra,
los que enferman de cáncer
y los que sólo son simples marionetas.
 Me aplasta la hermosura
de los cuerpos perfectos,
las sirenas que ululan en las noches de fiesta,
los códigos de barras,
el baile de etiquetas.
 Me arruinan las prisas y las faltas de estilo,
el paso obligatorio, las tardes de domingo
y hasta la línea recta.
 Me enervan los que no tienen dudas
y aquellos que se aferran
a sus ideales sobre los de cualquiera.
 Me cansa tanto tráfico
y tanto sinsentido,
parado frente al mar mientras que el mundo gira.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Poesía Discutible.


Último llamado.

En el lapsus de mis desesperaciones, en mi huida por las confusiones; la muchacha de los pezones rosados se pregunta cuándo volverá a tener dentro su paladar, los suspiros que se enredan en la piel y provocan una tormenta de cosquilleo en el ombligo.  La muchacha no resiste esta abstinencia de deseo enfrascada por la timidez, el tiempo, el orgullo, o valla ha saberse porque carajos no esta conmigo. A veces esta muchacha se guarda en el alma esta pasión que crece alrededor de su indiferencia compartida. Se muerde los labios tratando de aprisionar el fuego que crece a causa de una razón ilógica pero no menos enérgica. Es cierto que es una aventura, pero no olvide que es una aventura de película; su sabor y contenido no deben formar un coctel de costumbres y casualidades que no conspiren. La muchacha de los pezones rosados quiere seguir sus reglas de magia insípida, pero no concibe medir su pasión en porciones respetuosas. Yo sé que usted carga con un miedo que le obliga a retractar su instinto erótico imaginario, pero yo le anuncio, en nombre de esta muchacha agresiva y duramente dulce, que el amor no tiene espacio en este cuento sustancioso y la amistad se cuela, solo si su indiferencia no me lleva a odiarle. Le invito entonces a que habitemos un jadeo efímero pero irrefrenable, que nos agote las ganas y los arrebatos.   



La melancolía del coito.

¿Por qué no tengo una cajetilla de cigarrillos?
Hay que comprar cigarrillos y no condones.
Hay que callarnos la boca con un cigarrillo y fumarse el silencio incomodo.
Procurar por justificar la muerte pasajera del verbo, y no llorarla.
Debemos impedir la fecundación de palabras: mierda inservible que se reproduce por mitosis.
Abortar con el humo que se aspira las vergüenzas, el miedo, el vértigo de caer en las conversaciones despiadadas.
Pero no tengo cigarrillos.
Y me preocupa que la eyaculación desflore tu verbo
Y yo tenga que dejarte con la voz viva y sola
Para salir a la tienda con cara de pacheca por un cigarrillo
Mientras tú me odias en mi propia cama.

Mini- ficción.


La muchacha de los pezones rosados.


Carolina estaba tan feliz de vivir a sus veinte años una aventura de película, que no podía darse cuenta que su cuerpo comenzaba a tomar visos románticos.

Cuando llegó a la habitación que alquilaba, lo primero que hizo fue ir al baño. Se levanto la blusa y el brasier se enredó en sus dedos. Se miró en el espejo, era cierto, tenía los pezones rosados. No lo había notado, no porque nunca se hubiera tomado la tarea de hacer una expedición erótica por su cuerpo,  más bien, ya no necesitaba de sus masturbaciones narcisistas frente al espejo, en las últimas semanas cargaba con una excusa pasional que le impedía acariciar su ego, toda voluntad giraba alrededor de una aventura que le proporcionaba compañía compartida y desplazaba con un toque justo su soledad.




Salía de paseo en el carro del susodicho y fornicaban hasta vomitar. Gritaban “fuck yeah” cada vez que tenían un orgasmo. A él se le entumía la lengua, a ella se le entumían los dedos de los pies.  Tenían encuentros a escondidas en cuartos oscuros, en salas pintadas de azul, en la mitad de una carretera cualquiera. Se contaban secretos vergonzosos,  se burlaban del amor irracional de los demás y susurraban canciones cada vez que se acercaba un silencio incomodo. Aunque habían acordado medir su tiempo, disponían de cierta habilidad caprichosa para repetir los encuentros pasionales en un mismo día. Seguramente la prohibición seductora de combinar sus realidades permanecía al acecho, excluyendo cualquier acto de moralidad que pudiera delatar lo absurdo e irrespetuoso de sus encuentros. 




Con el tiempo, entre ellos mismos pasaron a robarse suspiros, promesas y eyaculaciones; ella nunca le importo perder semejantes banalidades, en cambio, él, nunca había perdido la conciencia y eso ya empezaba a molestarle. En parte, Carolina había tenido la culpa, aquel tipo estaba comprometido y poco atendía a los impulsos de fina coquetería que exhibía en sus labios rojos y su cabello sin peinar.  Sin embargo, se empeñó tanto en agradarle, que cambio su preferencia musical, el color de cabello, y los chistes pasaron hacer parte de su menú en las conversaciones. Poco a poco se unía a los espacios que el susodicho frecuentaba, y de la noche a la mañana se vieron enredados en las mismas situaciones. Aunque Carolina había contraído un raro deseo por aquel hombre, no mostro ante él la desesperación que las mujeres intentan disimular frente al hombre que las enciende debajo de las tangas. Procuró por crear un juego inadecuado, una seducción tóxica, un encuentro sutil que justificara las ganas de interrumpir su aburrimiento.  Nunca quiso crear con él un cuento con futuro, no pasó por su cabeza hacer parte de su vida real y enfermarse de abstinencia cada vez que le faltaba un beso. Sin embargo, en la búsqueda de refugio en un cuerpo vecino, no se percato de lo fácil y silenciosos que se filtran los sentimientos, las malas compañías emotivas de la pasión se apoderaron de la mujer con corazón de niña rota. 




De alguna manera la fantasía que se contempla desde afuera, al susodicho ya no le estremecía ó por el contrario, era una fantasía tan cercana, tan palpable que ya no resistía su esplendor.  Cuando se dio cuenta del cambio de tonalidades que presentaban los pezones de Carolina, se angustio. No entendía como unos pezones de apariencia transparente habían alcanzado un color tan hermoso, tan rosado, parecían dos pétalos de un clavel. Se preguntaba si su amor, que era solo un residuo compartido, había podido crear el color de la belleza melancólica, el color de la felicidad intermitente, y marcar el cuerpo de una mujer que apenas conocía. De nuevo se angustio. Se vio abrumado con tanta belleza que prefirió buscar refugio en la seguridad de su biografía. Si, huyo del sustento de cuento que Carolina había creado para los dos. Le dejo los suspiros a medio estallar, el tiempo incompleto, las eyaculaciones en pleno oleaje. 


Carolina, de repente fue invisible. De repente le quebranto el ritmo pasional, la excusa que le inyectaba su porción de felicidad. Un capricho de niña pubertica se disfrazo de amor y se le incrusto en el pecho. Intento luchar por ese amor suspendido, lo llamaba para asegurarle “un te quiero”, ese que había evitado pronunciar, pero terminaba escribiéndole cartas de despedida que nunca cumplía.  Fue perdiendo todo principio hostil que profesaba, sus palabras de compasión se tornaban en una melodía repetitiva, se perdió entre el ir y venir de la fantasía, de la aventura de película.  Esa noche en que ella se vio ante el espejo, llovió tinta rosa sobre su cuerpo. Miles de gotas estallaron sobre el lavamanos, la baldosa y el tarro de basura, aniquilando la prueba de su amor inventado, el sustento de cuento que transfiguro sus órganos vivos. La tinta fluyo por el sifón, se mezclo con las aguas sucias del alcantarillado y se perdió en la podredumbre.