La
muchacha de los pezones rosados.
Carolina
estaba tan feliz de vivir a sus veinte años una aventura de película, que no
podía darse cuenta que su cuerpo comenzaba a tomar visos románticos.
Cuando llegó a la habitación que alquilaba, lo primero que hizo fue ir
al baño. Se levanto la blusa y el brasier se enredó en sus dedos. Se miró en el espejo, era cierto, tenía los pezones rosados. No lo
había notado, no porque nunca se hubiera tomado la tarea de hacer una
expedición erótica por su cuerpo, más
bien, ya no necesitaba de sus masturbaciones narcisistas frente al espejo, en las
últimas semanas cargaba con una excusa pasional que le impedía acariciar su
ego, toda voluntad giraba alrededor de una aventura que le proporcionaba
compañía compartida y desplazaba con un toque justo su soledad.
Salía de paseo en el carro
del susodicho y fornicaban hasta vomitar. Gritaban “fuck yeah” cada vez que
tenían un orgasmo. A él se le entumía la lengua, a ella se le entumían los
dedos de los pies. Tenían encuentros a
escondidas en cuartos oscuros, en salas pintadas de azul, en la mitad de una
carretera cualquiera. Se contaban secretos vergonzosos, se burlaban del amor irracional de los demás y
susurraban canciones cada vez que se acercaba un silencio incomodo. Aunque
habían acordado medir su tiempo, disponían de cierta habilidad caprichosa para
repetir los encuentros pasionales en un mismo día. Seguramente la prohibición
seductora de combinar sus realidades permanecía al acecho, excluyendo cualquier
acto de moralidad que pudiera delatar lo absurdo e irrespetuoso de sus
encuentros.
Con el tiempo, entre ellos
mismos pasaron a robarse suspiros, promesas y eyaculaciones; ella nunca le
importo perder semejantes banalidades, en cambio, él, nunca había perdido la
conciencia y eso ya empezaba a molestarle. En parte, Carolina había
tenido la culpa, aquel tipo estaba comprometido y poco atendía a los impulsos
de fina coquetería que exhibía en sus labios rojos y su cabello sin peinar. Sin embargo, se empeñó tanto en agradarle, que
cambio su preferencia musical, el color de cabello, y los chistes pasaron hacer
parte de su menú en las conversaciones. Poco a poco se unía a los espacios que
el susodicho frecuentaba, y de la noche a la mañana se vieron enredados en las
mismas situaciones. Aunque Carolina había contraído un raro deseo por aquel
hombre, no mostro ante él la desesperación que las mujeres intentan disimular frente
al hombre que las enciende debajo de las tangas. Procuró por crear un juego
inadecuado, una seducción tóxica, un encuentro sutil que justificara las ganas
de interrumpir su aburrimiento. Nunca
quiso crear con él un cuento con futuro, no pasó por su cabeza hacer parte de
su vida real y enfermarse de abstinencia cada vez que le faltaba un beso. Sin
embargo, en la búsqueda de refugio en un cuerpo vecino, no se percato de lo
fácil y silenciosos que se filtran los sentimientos, las malas compañías emotivas
de la pasión se apoderaron de la mujer con corazón de niña rota.
De alguna manera la fantasía
que se contempla desde afuera, al susodicho ya no le estremecía ó por el
contrario, era una fantasía tan cercana, tan palpable que ya no resistía su
esplendor. Cuando se dio cuenta del cambio
de tonalidades que presentaban los pezones de Carolina, se angustio. No
entendía como unos pezones de apariencia transparente habían alcanzado un color
tan hermoso, tan rosado, parecían dos pétalos de un clavel. Se preguntaba si su
amor, que era solo un residuo compartido, había podido crear el color de la belleza
melancólica, el color de la felicidad intermitente, y marcar el cuerpo de una
mujer que apenas conocía. De nuevo se angustio. Se vio abrumado con tanta belleza
que prefirió buscar refugio en la seguridad de su biografía. Si, huyo del
sustento de cuento que Carolina había creado para los dos. Le dejo los suspiros
a medio estallar, el tiempo incompleto, las eyaculaciones en pleno oleaje.
Carolina, de repente fue invisible. De repente le quebranto el ritmo
pasional, la excusa que le inyectaba su porción de felicidad. Un capricho de
niña pubertica se disfrazo de amor y se le incrusto en el pecho. Intento luchar
por ese amor suspendido, lo llamaba para asegurarle “un te quiero”, ese que
había evitado pronunciar, pero terminaba escribiéndole cartas de despedida que
nunca cumplía. Fue perdiendo todo
principio hostil que profesaba, sus palabras de compasión se tornaban en una
melodía repetitiva, se perdió entre el ir y venir de la fantasía, de la
aventura de película. Esa noche en que
ella se vio ante el espejo, llovió tinta rosa sobre su cuerpo. Miles de gotas
estallaron sobre el lavamanos, la baldosa y el tarro de basura, aniquilando la
prueba de su amor inventado, el sustento de cuento que transfiguro sus órganos
vivos. La tinta fluyo por el sifón, se mezclo con las aguas sucias del
alcantarillado y se perdió en la podredumbre.