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miércoles, 16 de octubre de 2013

Pendejadas

¿Por qué nos gustan los suicidas?

Las almas malditas nos enamoran con sus cartas fatídicas. Su tinta corre por el papel con la libertad que nadie más tiene. Escriben con mayúsculas para decirnos que no hay otra salida. La autodestrucción y la  abolición  de toda razón es la única salvación. No podemos negarlo, nos encanta escuchar el soundtrack de su muerte pasajera y el eco de su cuerpo cuando cae en el rincón de la vergüenza. Su voz es una poesía neurótica que se contonea en una calle interminable para decirnos: “he estado dando tumbos por ahí, lúgubre, oscura, desolada, enferma”

Es una delicia pensar en Sylvia Plath, Virginia Wolf, Ian Curtis, Kurt Cobain, cuando nuestra cabeza es un batallón de problemas.  Su bipolaridad es nuestra bipolaridad, ellos distorsionan nuestros temores infantiles, hacen de la muerte una muchacha de labios ebrios que carga en sus bolsillos pastillas de colores.

Nos gustan los suicidas románticos, aquellos que llegaron a su casa, encendieron la televisión y dejaron una película de Werner Herzog. Los que prepararon la soga mientras corría el álbum “The idiot”. Nos gustan los que descolgaron el teléfono y durmieron eternamente en el sillón. Los que dejaron la puerta abierta para que su sangre fluyera por todo el edificio, y definitivamente, nos encantan los suicidas que encendieron la luz de su lámpara para mejorar su estado de ánimo y recibir a la muchacha de labios ebrios con una sonrisa.

Y aquí estamos, contemplando el llanto de los ahogados, de los que guardan la esperanza de encontrar la niñez interminable, esa que perdieron en el paraíso artificial a punta de cabellos alborotados, de voces amargas, de palabras tejidas con angustia, de eyaculaciones volcánicas e inyecciones orgásmicas. ¿Cómo no pedir la inexistencia, si el espíritu es un vago epiléptico que ha perdido las emociones? Es injusto murmurar la cobardía de un cuerpo inerte. No existe tal cobardía, a veces tener una tibia esperanza es más venenoso que la desgracia que llevamos, no en el alma, sino en la sombra.

La sombra es la cara amarga de los neuróticos, ellos no siempre se suicidan,  prefieren observar la corriente que se lleva los miedos, la impotencia, el silencio. Viven de teoría, palabras inertes que no consiguen sumergir en la tina de agua roja. Escriben para sentir su lenta caída a la nada. Aplauden a la muerte, se burlan de la vida. Caminan y duermen en habitaciones sin ventanas. Detestan los días soleados, el canto de los pájaros. Saborean el tedio que impregna los domingos. Habitan en el suelo de los impedidos y sobreviven con el desprecio. Para ellos no existe el fin, el sufrimiento es un pinchazo repetitivo.

Pero estamos hartos de los neuróticos, ellos nos engañan con su sentimiento trágico de la vida. Lo suicidas, por el contrario,  nos seducen con su inocencia, no cargan a cuestas palabras vacías. Aunque pueden sufrir de delirios que reparen su deseo de vivir cuando su plan se frustra, siempre sabrán que hacer con el miedo. Pero eso qué nos ha de importar, si juegan con sus pasiones y la seguridad de sus biografías apuntando a la sien con un revolver calibre 38. Qué nos va a importar si son náufragos en la podredumbre, profanadores que escarban en sus venas un brote de esperanza. Cómo nos gustan sus muertes que no son mudas. Sus ceremonias de exilio. El privilegio de suprimir su tiempo. Es por eso que decidí venir a la ciudad de los suicidas, para ver como aman la vida mientras se follan a la muerte. 

Visión Experimental

Sobre E.M. Cioran por Fernando Savater 

¿Cuales son los derechos de la desesperanza? ¿Puede edificarse un discurso atareado en negarlo todo y en negarse, en desmentir sus prestigios, su fundamento y su alcance, su verosimilitud misma? ¿No es esl escribir una tarea afirmativa siempre,de un modo u otro, apologética incluso en la mayoría de los casos? ¿Cómo se compagina la escritura con la demolición radical, que nada respeta ni propone en lugar de lo demolido, que no se reclama de tal o cual tendencia, ni quisiera ver triunfante cosa alguna sobre las borradas ruinas de las anteriores; cómo se compagina el texto con las lágrimas, las palabras con los suspiros, el discurso racional con el punto de vista de la piedra o de la planta? ¿Es concebible un pensamiento que se ve a sí mismo como una empresa imposible o ridícula, inevitablemente falaz en el justo momento de reconocerse su verdad? Éstas son algunas de las más urgente preguntas que se plantean al hilo de la lectura de Samuel Beckett o de E.M. Cioran. La respuesta no puede venir de un exterior que las obras de esos autores niegan: es preciso volver al interior de ltexto mismo, reincidir en la pregunta, convercerse de que adentro tampoco hay nada. Leer a Beckett o a Cioran es reasumir, una y otra vez, la experiencia de la vaciedad. 

Lo que hay que decir es que siempre se dice demasiado. La multiplicidad de los discursos, informativos o edificantes, persuasivos, entusiasmados o curiosos, tienen algo de nauseabundo. El hombre es un animal ávido de creencias, de seguridades, de paliativos, y consigue todo eso a merced del lenguaje. Pero sus creencias son deleznables, sus seguridades ilusorias, sus paliativos risibles: ¿Por qué no decirlo así? Una vez que por azar o improbable ejercicio se ha conquistado la lucidez, la condición enemiga de las palabras, puede ya decirse, excepto lo que revele la oquedad del lenguaje de otros, frente al que el discurso del escéptico es pleno, pues asume su vacío como contenido, mientras que los demás discursos, pretendidamente llenos de sustancia, se edifican sobre la ignorancia de su hueco. Pero, ¿qué propósito puede tener proclamar la inanidad que acecha tra la palabra, salvo excluir al escéptico de la condición de engañado, de drogado por el humo verbal, excluirle de la condición humana, en suma? Por encima o por debajo de los hombres, quien conoce la mentira de las palabras y su promesa nunca puede volver a contarse entre ellos. Será una roca que no se ignora, un árbol que se sospecha o un dios consciente de que no existe: un hombre, jamás.

( El esceptisismo es un ejercicio de satisfación. Cioran): el pensamiento escéptico desarticula el lenguaje verbal que enfatiza, para bien o para mal, la raída realidad de las cosas: "Sabe desmontar el mecanismo de todo, puesto que todo es mecanismo, conjunto de artificios, de trucos,o, para emplear una palabra más honrosa de operaciones; dedicarse a los resortes, meterse al relojero, ver dentro, dejar de estar engañado, esto es lo que cuenta a sus ojos", dijo Cioran de Valéry y aun mejor podría haberlo dicho de él mismo. Pasión por el desplazamiento intelectual del objeto del pensamiento, por la disección amarga o regocijada, tanto da, de lo vigente; nada debe quedar a salvo de la crítica, pues en caso contrario ésta se convertiría en velada apología de lo otro, lo analizado: si Cioran ensalza a los emperadores de la decadencia, es frente al opaco asesino sin imaginación que dententa en nuestros días el poder, si jura, nostálgico, por Zeus o por la curvilínea Venus, lo hace sólo por interés blasfemo frente al triunfante. Crucificado; ensalzará al suicida contra quien jamás puso en entredicho la obligación de exisitir y su reciente apología del éxtasis es sólo una forma de flagelar la sosería sin sangre de la vida funcional. Nada se propone, nada se recomienda; Cioran sabe que si que si se asiente a Nerón  o a Juliano no puede recharzarse al modesto funcionario gubernamental en quien hoy perviven, sin placer ni entusiamos, los crímenes antiguos; la Historia se acepta o se rechaza en bloque, pues toda descriminación valorativa es sólo una forma especial de confusión. Por eso, las exhortaciones positivas de Cioran son siempre irónicas; cuando recomienda algo es siempre lo imposibe o lo execrable. La perplejidad resultanto no es un accidente en el camino sino la meta misma del caminar, la única consecuencia del pensamiento que puede se llamada, sin infamia, "lógica".

Lo que Cioran  dice es lo que todo hombre piensa en un momento de su vida, al menos en uno, cuando reflexiona sobre las grandes voces que sustentan y posibilitan su existencia; pero lo que suele ser pasado por alto es que la versimilitud del discuros de Cioran, el que sea concebible, siquiera momentáneamente, compromete inagotablemente el tejido linguíntico que nos mece. Si tales cosas pueden ser pensadas una vez en la vida, tienen que ser ciertas: una realidad que se precie no puede sobrevivir a tales apariencias. Basta que puedan ser pensadas, para que sean. ¿En qué puede fundarse la fe, la alborada del espíritu, cuando ya han sido dichas tales cosas?. Las palabras se han mostrado ya como vacías o podridas; por un momento, hemos visto, inapelablamente, lo que alienta tras esas voces consagradas: " Justicia", "Verdad", "Inmortalidad", "Dios", "Humanidad", "Amor", etcétera, ¿cómo podríamos de nuevo reiterarlas con buen ánimo, sin consentir vergonzosamente en el engaño? Las diremos, sí, una y otra vez, pero recomidos de inseguridad, azorados por el recuerdo de un lúcido vislumbre, que en vamo trataremos de relegar al campo de lo delirante; la verdad peor, una vez entrevista, emponzoña y desasosiega por siempre la concepción del mundo a cuyo placentario amparo quisimos vivir. ¡Lucidez, gotera del alma...!

La mirada desesperanzada sobre el hombre y las cosas, la repulsa de los fastos administrativos que tratan de pailar la vaciedad de cualquier actividad humana, al sarcasmo sobre la pretendida extensión y profundidad del conocimiento científico, la irrisoria sublimidad del amor, biología ascendida a las estrellas por obra y gracia de los chansonnier de ayer y hoy, nuestra vocación - la de todo viviente - al dolor, al envejecimiento y a la muerte; todos esto temas los comparte Cioran con los predicadores de todas las épocas, los fiscales del mundo, quienes recomiendan abandonarlo en pos de la gloria de otro triunfal e imperecedero, o de una postura ética, de apatía y renuncia, más digna. ¿Es, pues, Cioran un moralista? Lo primeramente discernible en su visión de las cosas es el desprecio, y esto parece abundar en tal sentido; pero podríamos decir, con palabras que Santayana escribió pensando en otros filósofos, que "el deber de un auténtico moralista hubiera sido, más bien, distinguir, por entre esa perversa o turbia realidad, la parte digna de ser amada, por pequeña que fuese, eligiéndola de entre el remanente despreciable". Junto al desprecio, el moralista incuba dentro de él algún amor desesperado y no correspondido, rabioso:ama la serenidad, la compasión, la apatía, el deber o el nirvana: ama una virtud, una postura, una resolución. Salva, de la universal inmundicia, un gesto. Cioran no condesciende a ninguna palinodia; jamás recomienda. Quizá prefiriese, en ciertos momento, la condición vegetativa a la animal, pero no con el ademán de dignidad ofendida del moralista que gruñe:"La condición humana es una estafa, burlémosla haciéndonos vegetales", sino con irónico distanciamiento: "Señor, juez, señor arzobispo, admirado filósofo, ¿no sería mejor, a fin de cuentas, aun a costa de la fachenda, ser cardo o coliflor?".