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domingo, 4 de noviembre de 2012

Mini- ficción.


La muchacha de los pezones rosados.


Carolina estaba tan feliz de vivir a sus veinte años una aventura de película, que no podía darse cuenta que su cuerpo comenzaba a tomar visos románticos.

Cuando llegó a la habitación que alquilaba, lo primero que hizo fue ir al baño. Se levanto la blusa y el brasier se enredó en sus dedos. Se miró en el espejo, era cierto, tenía los pezones rosados. No lo había notado, no porque nunca se hubiera tomado la tarea de hacer una expedición erótica por su cuerpo,  más bien, ya no necesitaba de sus masturbaciones narcisistas frente al espejo, en las últimas semanas cargaba con una excusa pasional que le impedía acariciar su ego, toda voluntad giraba alrededor de una aventura que le proporcionaba compañía compartida y desplazaba con un toque justo su soledad.




Salía de paseo en el carro del susodicho y fornicaban hasta vomitar. Gritaban “fuck yeah” cada vez que tenían un orgasmo. A él se le entumía la lengua, a ella se le entumían los dedos de los pies.  Tenían encuentros a escondidas en cuartos oscuros, en salas pintadas de azul, en la mitad de una carretera cualquiera. Se contaban secretos vergonzosos,  se burlaban del amor irracional de los demás y susurraban canciones cada vez que se acercaba un silencio incomodo. Aunque habían acordado medir su tiempo, disponían de cierta habilidad caprichosa para repetir los encuentros pasionales en un mismo día. Seguramente la prohibición seductora de combinar sus realidades permanecía al acecho, excluyendo cualquier acto de moralidad que pudiera delatar lo absurdo e irrespetuoso de sus encuentros. 




Con el tiempo, entre ellos mismos pasaron a robarse suspiros, promesas y eyaculaciones; ella nunca le importo perder semejantes banalidades, en cambio, él, nunca había perdido la conciencia y eso ya empezaba a molestarle. En parte, Carolina había tenido la culpa, aquel tipo estaba comprometido y poco atendía a los impulsos de fina coquetería que exhibía en sus labios rojos y su cabello sin peinar.  Sin embargo, se empeñó tanto en agradarle, que cambio su preferencia musical, el color de cabello, y los chistes pasaron hacer parte de su menú en las conversaciones. Poco a poco se unía a los espacios que el susodicho frecuentaba, y de la noche a la mañana se vieron enredados en las mismas situaciones. Aunque Carolina había contraído un raro deseo por aquel hombre, no mostro ante él la desesperación que las mujeres intentan disimular frente al hombre que las enciende debajo de las tangas. Procuró por crear un juego inadecuado, una seducción tóxica, un encuentro sutil que justificara las ganas de interrumpir su aburrimiento.  Nunca quiso crear con él un cuento con futuro, no pasó por su cabeza hacer parte de su vida real y enfermarse de abstinencia cada vez que le faltaba un beso. Sin embargo, en la búsqueda de refugio en un cuerpo vecino, no se percato de lo fácil y silenciosos que se filtran los sentimientos, las malas compañías emotivas de la pasión se apoderaron de la mujer con corazón de niña rota. 




De alguna manera la fantasía que se contempla desde afuera, al susodicho ya no le estremecía ó por el contrario, era una fantasía tan cercana, tan palpable que ya no resistía su esplendor.  Cuando se dio cuenta del cambio de tonalidades que presentaban los pezones de Carolina, se angustio. No entendía como unos pezones de apariencia transparente habían alcanzado un color tan hermoso, tan rosado, parecían dos pétalos de un clavel. Se preguntaba si su amor, que era solo un residuo compartido, había podido crear el color de la belleza melancólica, el color de la felicidad intermitente, y marcar el cuerpo de una mujer que apenas conocía. De nuevo se angustio. Se vio abrumado con tanta belleza que prefirió buscar refugio en la seguridad de su biografía. Si, huyo del sustento de cuento que Carolina había creado para los dos. Le dejo los suspiros a medio estallar, el tiempo incompleto, las eyaculaciones en pleno oleaje. 


Carolina, de repente fue invisible. De repente le quebranto el ritmo pasional, la excusa que le inyectaba su porción de felicidad. Un capricho de niña pubertica se disfrazo de amor y se le incrusto en el pecho. Intento luchar por ese amor suspendido, lo llamaba para asegurarle “un te quiero”, ese que había evitado pronunciar, pero terminaba escribiéndole cartas de despedida que nunca cumplía.  Fue perdiendo todo principio hostil que profesaba, sus palabras de compasión se tornaban en una melodía repetitiva, se perdió entre el ir y venir de la fantasía, de la aventura de película.  Esa noche en que ella se vio ante el espejo, llovió tinta rosa sobre su cuerpo. Miles de gotas estallaron sobre el lavamanos, la baldosa y el tarro de basura, aniquilando la prueba de su amor inventado, el sustento de cuento que transfiguro sus órganos vivos. La tinta fluyo por el sifón, se mezclo con las aguas sucias del alcantarillado y se perdió en la podredumbre. 





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