Último llamado.
En el lapsus de mis desesperaciones,
en mi huida por las confusiones; la muchacha de los pezones rosados se pregunta
cuándo volverá a tener dentro su paladar, los suspiros que se enredan en la
piel y provocan una tormenta de cosquilleo en el ombligo. La muchacha no resiste esta abstinencia de
deseo enfrascada por la timidez, el tiempo, el orgullo, o valla ha saberse
porque carajos no esta conmigo. A veces esta muchacha se guarda en el alma esta
pasión que crece alrededor de su indiferencia compartida. Se muerde los labios
tratando de aprisionar el fuego que crece a causa de una razón ilógica pero no
menos enérgica. Es cierto que es una aventura, pero no olvide que es una
aventura de película; su sabor y contenido no deben formar un coctel de
costumbres y casualidades que no conspiren. La muchacha de los pezones rosados
quiere seguir sus reglas de magia insípida, pero no concibe medir su pasión en
porciones respetuosas. Yo sé que usted carga con un miedo que le obliga a
retractar su instinto erótico imaginario, pero yo le anuncio, en nombre de esta
muchacha agresiva y duramente dulce, que el amor no tiene espacio en este
cuento sustancioso y la amistad se cuela, solo si su indiferencia no me lleva a
odiarle. Le invito entonces a que habitemos un jadeo efímero pero irrefrenable,
que nos agote las ganas y los arrebatos.
La melancolía del coito.
¿Por qué no tengo una cajetilla de
cigarrillos?
Hay que comprar cigarrillos y no condones.
Hay que callarnos la boca con un
cigarrillo y fumarse el silencio incomodo.
Procurar por justificar la muerte
pasajera del verbo, y no llorarla.
Debemos impedir la fecundación de
palabras: mierda inservible que se reproduce por mitosis.
Abortar con el humo que se aspira las
vergüenzas, el miedo, el vértigo de caer en las conversaciones despiadadas.
Pero no tengo cigarrillos.
Y me preocupa que la eyaculación desflore
tu verbo
Y yo tenga que dejarte con la voz
viva y sola
Para salir a la tienda con cara de
pacheca por un cigarrillo
Mientras tú me odias en mi
propia cama.
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