¿Por qué nos gustan los suicidas?
Las
almas malditas nos enamoran con sus cartas fatídicas. Su tinta corre por el
papel con la libertad que nadie más tiene. Escriben con mayúsculas para
decirnos que no hay otra salida. La autodestrucción y la abolición
de toda razón es la única salvación. No podemos negarlo, nos encanta
escuchar el soundtrack de su muerte pasajera y el eco de su cuerpo cuando cae
en el rincón de la vergüenza. Su voz es una poesía neurótica que se contonea en
una calle interminable para decirnos: “he estado dando tumbos por ahí, lúgubre,
oscura, desolada, enferma”
Es una
delicia pensar en Sylvia Plath, Virginia Wolf, Ian Curtis, Kurt Cobain, cuando
nuestra cabeza es un batallón de problemas.
Su bipolaridad es nuestra bipolaridad, ellos distorsionan nuestros
temores infantiles, hacen de la muerte una muchacha de labios ebrios que carga
en sus bolsillos pastillas de colores.
Nos
gustan los suicidas románticos, aquellos que llegaron a su casa, encendieron la
televisión y dejaron una película de Werner Herzog. Los que prepararon la soga
mientras corría el álbum “The idiot”. Nos gustan los que descolgaron el
teléfono y durmieron eternamente en el sillón. Los que dejaron la puerta
abierta para que su sangre fluyera por todo el edificio, y definitivamente, nos
encantan los suicidas que encendieron la luz de su lámpara para mejorar su estado
de ánimo y recibir a la muchacha de labios ebrios con una sonrisa.
Y aquí
estamos, contemplando el llanto de los ahogados, de los que guardan la
esperanza de encontrar la niñez interminable, esa que perdieron en el paraíso artificial a punta de cabellos
alborotados, de voces amargas, de palabras tejidas con angustia, de
eyaculaciones volcánicas e inyecciones orgásmicas. ¿Cómo no pedir la inexistencia, si el espíritu es un vago epiléptico
que ha perdido las emociones? Es injusto murmurar la cobardía de un cuerpo
inerte. No existe tal cobardía, a veces tener una tibia esperanza es más
venenoso que la desgracia que llevamos, no en el alma, sino en la sombra.
La
sombra es la cara amarga de los neuróticos, ellos no siempre se suicidan, prefieren observar la corriente que se lleva
los miedos, la impotencia, el silencio. Viven de teoría, palabras inertes que
no consiguen sumergir en la tina de agua roja. Escriben para sentir su lenta
caída a la nada. Aplauden a la muerte, se burlan de la vida. Caminan y duermen
en habitaciones sin ventanas. Detestan los días soleados, el canto de los
pájaros. Saborean el tedio que impregna los
domingos. Habitan en el suelo de los impedidos y sobreviven con el desprecio.
Para ellos no existe el fin, el sufrimiento es un pinchazo repetitivo.
Pero
estamos hartos de los neuróticos, ellos nos engañan con su sentimiento trágico de la vida. Lo suicidas, por el
contrario, nos seducen con su inocencia,
no cargan a cuestas palabras vacías. Aunque pueden sufrir de delirios que
reparen su deseo de vivir cuando su plan se frustra, siempre sabrán que hacer
con el miedo. Pero eso qué nos ha de importar, si juegan con sus pasiones y la
seguridad de sus biografías apuntando a la sien con un revolver calibre 38. Qué
nos va a importar si son náufragos en la podredumbre, profanadores que escarban
en sus venas un brote de esperanza. Cómo nos gustan sus muertes que no son
mudas. Sus ceremonias de exilio. El privilegio de suprimir su tiempo. Es por
eso que decidí venir a la ciudad de los suicidas, para ver como aman la vida
mientras se follan a la muerte.
bello desgarrado y bello...
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