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miércoles, 16 de octubre de 2013

Visión Experimental

Sobre E.M. Cioran por Fernando Savater 

¿Cuales son los derechos de la desesperanza? ¿Puede edificarse un discurso atareado en negarlo todo y en negarse, en desmentir sus prestigios, su fundamento y su alcance, su verosimilitud misma? ¿No es esl escribir una tarea afirmativa siempre,de un modo u otro, apologética incluso en la mayoría de los casos? ¿Cómo se compagina la escritura con la demolición radical, que nada respeta ni propone en lugar de lo demolido, que no se reclama de tal o cual tendencia, ni quisiera ver triunfante cosa alguna sobre las borradas ruinas de las anteriores; cómo se compagina el texto con las lágrimas, las palabras con los suspiros, el discurso racional con el punto de vista de la piedra o de la planta? ¿Es concebible un pensamiento que se ve a sí mismo como una empresa imposible o ridícula, inevitablemente falaz en el justo momento de reconocerse su verdad? Éstas son algunas de las más urgente preguntas que se plantean al hilo de la lectura de Samuel Beckett o de E.M. Cioran. La respuesta no puede venir de un exterior que las obras de esos autores niegan: es preciso volver al interior de ltexto mismo, reincidir en la pregunta, convercerse de que adentro tampoco hay nada. Leer a Beckett o a Cioran es reasumir, una y otra vez, la experiencia de la vaciedad. 

Lo que hay que decir es que siempre se dice demasiado. La multiplicidad de los discursos, informativos o edificantes, persuasivos, entusiasmados o curiosos, tienen algo de nauseabundo. El hombre es un animal ávido de creencias, de seguridades, de paliativos, y consigue todo eso a merced del lenguaje. Pero sus creencias son deleznables, sus seguridades ilusorias, sus paliativos risibles: ¿Por qué no decirlo así? Una vez que por azar o improbable ejercicio se ha conquistado la lucidez, la condición enemiga de las palabras, puede ya decirse, excepto lo que revele la oquedad del lenguaje de otros, frente al que el discurso del escéptico es pleno, pues asume su vacío como contenido, mientras que los demás discursos, pretendidamente llenos de sustancia, se edifican sobre la ignorancia de su hueco. Pero, ¿qué propósito puede tener proclamar la inanidad que acecha tra la palabra, salvo excluir al escéptico de la condición de engañado, de drogado por el humo verbal, excluirle de la condición humana, en suma? Por encima o por debajo de los hombres, quien conoce la mentira de las palabras y su promesa nunca puede volver a contarse entre ellos. Será una roca que no se ignora, un árbol que se sospecha o un dios consciente de que no existe: un hombre, jamás.

( El esceptisismo es un ejercicio de satisfación. Cioran): el pensamiento escéptico desarticula el lenguaje verbal que enfatiza, para bien o para mal, la raída realidad de las cosas: "Sabe desmontar el mecanismo de todo, puesto que todo es mecanismo, conjunto de artificios, de trucos,o, para emplear una palabra más honrosa de operaciones; dedicarse a los resortes, meterse al relojero, ver dentro, dejar de estar engañado, esto es lo que cuenta a sus ojos", dijo Cioran de Valéry y aun mejor podría haberlo dicho de él mismo. Pasión por el desplazamiento intelectual del objeto del pensamiento, por la disección amarga o regocijada, tanto da, de lo vigente; nada debe quedar a salvo de la crítica, pues en caso contrario ésta se convertiría en velada apología de lo otro, lo analizado: si Cioran ensalza a los emperadores de la decadencia, es frente al opaco asesino sin imaginación que dententa en nuestros días el poder, si jura, nostálgico, por Zeus o por la curvilínea Venus, lo hace sólo por interés blasfemo frente al triunfante. Crucificado; ensalzará al suicida contra quien jamás puso en entredicho la obligación de exisitir y su reciente apología del éxtasis es sólo una forma de flagelar la sosería sin sangre de la vida funcional. Nada se propone, nada se recomienda; Cioran sabe que si que si se asiente a Nerón  o a Juliano no puede recharzarse al modesto funcionario gubernamental en quien hoy perviven, sin placer ni entusiamos, los crímenes antiguos; la Historia se acepta o se rechaza en bloque, pues toda descriminación valorativa es sólo una forma especial de confusión. Por eso, las exhortaciones positivas de Cioran son siempre irónicas; cuando recomienda algo es siempre lo imposibe o lo execrable. La perplejidad resultanto no es un accidente en el camino sino la meta misma del caminar, la única consecuencia del pensamiento que puede se llamada, sin infamia, "lógica".

Lo que Cioran  dice es lo que todo hombre piensa en un momento de su vida, al menos en uno, cuando reflexiona sobre las grandes voces que sustentan y posibilitan su existencia; pero lo que suele ser pasado por alto es que la versimilitud del discuros de Cioran, el que sea concebible, siquiera momentáneamente, compromete inagotablemente el tejido linguíntico que nos mece. Si tales cosas pueden ser pensadas una vez en la vida, tienen que ser ciertas: una realidad que se precie no puede sobrevivir a tales apariencias. Basta que puedan ser pensadas, para que sean. ¿En qué puede fundarse la fe, la alborada del espíritu, cuando ya han sido dichas tales cosas?. Las palabras se han mostrado ya como vacías o podridas; por un momento, hemos visto, inapelablamente, lo que alienta tras esas voces consagradas: " Justicia", "Verdad", "Inmortalidad", "Dios", "Humanidad", "Amor", etcétera, ¿cómo podríamos de nuevo reiterarlas con buen ánimo, sin consentir vergonzosamente en el engaño? Las diremos, sí, una y otra vez, pero recomidos de inseguridad, azorados por el recuerdo de un lúcido vislumbre, que en vamo trataremos de relegar al campo de lo delirante; la verdad peor, una vez entrevista, emponzoña y desasosiega por siempre la concepción del mundo a cuyo placentario amparo quisimos vivir. ¡Lucidez, gotera del alma...!

La mirada desesperanzada sobre el hombre y las cosas, la repulsa de los fastos administrativos que tratan de pailar la vaciedad de cualquier actividad humana, al sarcasmo sobre la pretendida extensión y profundidad del conocimiento científico, la irrisoria sublimidad del amor, biología ascendida a las estrellas por obra y gracia de los chansonnier de ayer y hoy, nuestra vocación - la de todo viviente - al dolor, al envejecimiento y a la muerte; todos esto temas los comparte Cioran con los predicadores de todas las épocas, los fiscales del mundo, quienes recomiendan abandonarlo en pos de la gloria de otro triunfal e imperecedero, o de una postura ética, de apatía y renuncia, más digna. ¿Es, pues, Cioran un moralista? Lo primeramente discernible en su visión de las cosas es el desprecio, y esto parece abundar en tal sentido; pero podríamos decir, con palabras que Santayana escribió pensando en otros filósofos, que "el deber de un auténtico moralista hubiera sido, más bien, distinguir, por entre esa perversa o turbia realidad, la parte digna de ser amada, por pequeña que fuese, eligiéndola de entre el remanente despreciable". Junto al desprecio, el moralista incuba dentro de él algún amor desesperado y no correspondido, rabioso:ama la serenidad, la compasión, la apatía, el deber o el nirvana: ama una virtud, una postura, una resolución. Salva, de la universal inmundicia, un gesto. Cioran no condesciende a ninguna palinodia; jamás recomienda. Quizá prefiriese, en ciertos momento, la condición vegetativa a la animal, pero no con el ademán de dignidad ofendida del moralista que gruñe:"La condición humana es una estafa, burlémosla haciéndonos vegetales", sino con irónico distanciamiento: "Señor, juez, señor arzobispo, admirado filósofo, ¿no sería mejor, a fin de cuentas, aun a costa de la fachenda, ser cardo o coliflor?".

 

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